América

Se llamaban Krusevac, ahora Cruz. Los edificios transpiraban. Era una isla o un monte cubierto por chozas. Cosa de hombres. Las mujeres guardaban papas, construían el mundo. Cosa de tiento insulso, se pensaba. Paisajes de tonada suave con acordeón de fondo. Astucia. Proa que acumula sal. Toma mi brazo, corta el ligamento: necesito dejar el gusto por el ajvar. Callaron las aves a su paso. Remo. En el fondo, los peces intuían. Algunos fosos guardan familias enteras. Pero ellas son salvas. Todas las lenguas de Europa desaparecieron. Tierra. El dulce de manzana no trae olor a clavo. Cada letra deletrea una estancia. Estas mujeres son mis madres. Desde ese día −América− la piel de mis mejillas es llanura.



Todo exacto, piedra sobre piedra, bajo el estupor. Tengo adherida a la piel −planta del pie−, un nombre preciso, una esquirla dentada (aguijón o filo o tenso nudo), cristal a la uretra. Guardo una voz que es sombra, carta y anunciación: América se hunde. Hay una montaña o casa frente al mar que esconde un secreto. Manto, el desierto es manto. Se escucha una bestia colmada de fraguas: negros y blancos inventando heredad. Tengo en las manos un país del que he sido arrojada. Cinco millones de emigrantes caben en la cuenca de una sangre común. América es una madre que mata.



Herrumbre. Contener el puño. La gravedad de las últimas hojas y la nieve. Escucha el resoplido insular. Tan lejos y cercano. El mar brilla para todos pero cerca del carbón sólo resta el miedo. Defendernos de. Acentos sonoros recuerdan a Siberia. Crudo, el frío. Pero en Siberia nunca llega el otoño. Aquí −casi temblando− hay que ir codo con codo. Aquel jardín o muro o tierra nueva. Hacer la América. Herrumbre: desde Portobelo y hasta la Patagonia. Acero sin distinciones. A ojo se hace el tiento. El polvo ensombrece las extensiones de tierra. Lentitud entre los pasajeros: pegar el oído al subte, algo se inflama. Algo ya marca el cuerpo.



América es un desierto sonoro. Cazuela de ave levanta muertos, ají de gallina abre sosiego o trucha arcoíris empina rubias. Oscuras nubes modulan temperamentos de valle y bufeo. Crujido de lastras de Machu Picchu. −Oscuro oficio éste de ser santa. Yo tenía una tierra, me despojaron de ella, ahora hay un parque de diversiones: juegos replican la muerte y son la muerte. Algo en la vereda (zanjita, zanja devuélveme el tino, la cara cierta de mi tierra) es sepultura y nacencia. Aguachile que bulle en la quijada. Cacao herido que trae consigo tintineos de piedra. Cárcamo de agua de Tláloc, chacras marítimas de Manantiales. Cabo Polonio en mi memoria. Y la fuente que no deja de abastecer el mate seco, verdoso, que enjuaga la voz de la abuela.



Dijeron que era hija del golpe, de los barrios donde los sones son lentos y carraspean las voces y los toneles de aguardiente se empujan sin trozo de pan; dijeron que era hija del desprecio, de esclavas, de amargas noches de cama entre soldados y cuerpos cobrizos; dijeron que era una mártir –estaban, están equivocados−, luego le dieron algo de espejos y algo de carne de cerdo, algo de nuevos nombres y nuevos apellidos; le enseñaron el uso de la rueda (ya conocía el cero); casi la mata la fiebre. Y de cada golpe ha salido más fuerte. Como el poema, América es una dura cicatriz en el cuerpo.



La Hispaniola. Como si fuera la primera tierra. Que es. Y en ese recuerdo cupieran ya todas las noches de América. Rastro. El ron mantiene a los hombres embrutecidos, me digo. Mi abuela reza con el vaso de vodka junto, orar es mentirse a uno mismo, me dice, pero conforta el alma. Como el destilado de oro falso. Nacimiento. Como cadalso al que se entrega uno con la boca abierta, deseosa de alimento naufrago. Montar la oveja, me digo. Ahora los tenis Ducati, el floro que trae de gracia una hembra ke buena, las cadenas de oro al cuello, la camisa fina, la marca atrapando al cuerpo, gritando proveniencia. América se hunde, y nadie se ha dado cuenta. La otra América le ha chupado el seso.



Dame un tostado. Una jerga que mantenga las cuerdas vocales de mi lengua. Quiero un trapecio. Flotar en él. Quiero la astucia que da la cafeína. Sumergirse en. La otra tierra. Galones enteros. Miles de litros de sangre. Quiénes eran y quiénes son. Todos situados sobre una cuerda. Precipicio. Desde las ruinas de la lengua una tesitura arrogante. Hay una franja de tierra sin nombre. En el fondo de la taza, me dice una gitana en el Parque Forestal, hay una imagen: hombre que aún recuerda a su hija. Detente, la otra tierra y ese perfil masculino que apenas resulta de las sombras. Serbia era cobijo −Atlántico− hoy es un lago. Idea del lago.



De la tumba una flor. Plástico decolorado, tierra. Grobnica-París. De Europa sembradío nucas cisternas donde guardar vestigios. Neblina y carbón. Heno y draga, flotantes. Antes del roce sargazos, reflujo luminoso de rostros. Toda la familia astillada. Óleo de museo. Cementerio y nicho para ahondar en el nervio. Cauce púrpura, plantación de cuerpos en otros cuerpos. Cauterio. Atravesar el bosque: mucha fe en los labios. Ni el uniforme salva. Allá, en el Golfo de México, secretan zumbantes las aves. Caverna o cardo. Mar gasa, llave al pliegue. La superficie del agua recuerda a los muertos. −Desvanecerse, entre las arrugas de cada pliegue de la madre. Contenga el aire. Pulmón. Respire profundo. ¿Siente dolor? ¿Siente aquí, sí justo aquí? Es el miedo atrapado. Es América atada en cada corva. Astilla, flor recogida en Kalemegdan. Y en cada esquina la imagen de un jardín hecho de voces.



Los platos vacíos. En el fondo, el campo de gravedad es el tono. El azul. No azul sino provincia y rastro, donde hemos dejado −Eleonora flotante a la mirada. Cielo. La mirada hace la patria. Su país se le ensancha se le gesta se le encima. América no es orquídea ni animal o pariente. Tersa era la voz de la abuela. América deambula entre franjas. Acarrea agua sucia. Retoña entre la mierda. América madre. América padre. Ofrenda algo. Ofrenda algo de cuerpo a la Pachamama. Entra a esta tierra y hazte un orificio en la lengua. Forma y pasaje en el sermón de las piedras. Nudo ciego entre ríos. Cordillera. Tu piel −Atacama & Sonora, es concentración, vueltas en círculo, cartografía y nudos. Siglo.

© Rocío Cerón
录制: Haus für Poesie, 2017

Amerika

Sie hießen Krusevac, nun Cruz. Die Gebäude schwitzten. Es war eine Insel oder ein mit Baracken überzogener Hügel. Eine Män­ner­sache. Die Frauen verwahrten Kartoffeln, bauten die Welt. Eine fade Handarbeit, dachte man. Weichmelodische Land­schaf­ten mit einem Akkordeon im Hintergrund. Gewitztheit. Salz­schäu­mender Bug. Nimm meinen Arm, kappe das Band: ich darf nicht mehr an Ajwar denken. Die Vögel verstummten. Ruder. Die Fische auf dem Grund ahnten es. Manche Gräber bergen ganze Familien. Aber sie, die Frauen, sind in Sicherheit. Alle Sprachen Europas verschwanden. Erde. Apfelgelee riecht nicht nach Nel­ken. Jeder Buchstabe buchstabiert einen Aufent­halt. Diese Frauen sind meine Mütter. Seit jenem Tag — Amerika — ist die Haut auf meinen Wangen Flachland.


Wie betäubt schichten sie, fein säuberlich, Stein auf Stein. In meine Haut gebohrt — Fußsohle —  ein bestimmter Name, ein ge­zack­ter Sporn (Stachel oder Klinge oder harter Knoten), wie Glas­splitter im Harn. Eine Stimme hüte ich, die Schatten, Dokument, Verkündung ist: Amerika geht unter. Es gibt da einen Berg oder ein Haus am Meer, das ein Geheimnis birgt. Hülle, die Wüste ist Hülle. Man hört ein wildes Tier in Schmiedeglut: Schwarze und Weiße erfinden ihr Erbe. In meinen Händen halte ich ein Land, das mich verstoßen hat. Fünf Millionen Emigranten passen in das gemeinsame Blutbecken. Amerika ist eine mörderische Mutter.


Rost. Du hältst die Faust zurück. Die Schwere der letzten Blätter und der Schnee. Höre das Schnauben der Insel. So fern und so nah. Das Meer glitzert für alle, doch wo Kohle ist, verbleibt nur die Angst. Uns verteidigen vor. Sonore Akzente erinnern an Sibirien. Grausam, die Kälte. Aber in Sibirien wird es nie Herbst. Hier muss man — beinahe zitternd —  Seite an Seite gehen. Jener Garten oder Mauer oder neue Welt. Das Land der unbegrenzten Möglichkeiten. Rost: von Portobelo bis nach Patagonien. Überall der gleiche Stahl. Fühlung nach Augenmaß. Staub verfinstert das weite Land. Langsamkeit unter den Passagieren: du presst dein Ohr an die U-Bahn, etwas entzündet sich. Brennt sich in den Körper.


Amerika ist eine sonore Wüste. Chilenische Geflügelpfanne weckt Tote auf, peruanisches Chilihuhn schenkt Frieden oder Regen­bogen­forelle trinkt kühles Blondes. Dunkle Wolken wandeln Stim­mungen von Tal und Tümmler. Knirschende Steinplatten auf dem Machu Picchu. — Finster ist das Amt, eine Heilige zu sein. Ich hatte ein Land, sie raubten es mir, nun gibt es einen Vergnü­gungs­park: Spiele antworten dem Tod, sind der Tod. Etwas auf dem Weg (Gräblein, Graben, gib mir meine Fassung wieder, das wahre Gesicht meines Landes) ist Grab und Geburt. Aguachile lodert im Kiefer. Kakao schmeckt wund nach Steinschlag. Der Tlaloc-Brunnen, die Strandhütten von Manantiales. Cabo Polonia in meiner Erinnerung. Und der Quell, der unaufhörlich den staubtrockenen, grünlichen Mate tränkt, der Großmutters Stimme umspült.


Sie erzählten, es sei eine Ausgeburt von Schlägen, von Stadt­vierteln, wo der Son träge an den Stimmen kratzt und Schnaps­fässer durch die Straßen gewuchtet werden ohne Brot im Leib; sie erzählten, es sei eine Ausgeburt von Verachtung, von Sklavinnen, von bitteren Nachtlagern zwischen Soldaten und kupfernen Kör­pern; sie erzählten, es sei ein Märtyrer — sie irrten, sie irren sich —, dann erzählten sie etwas von Spiegeln und Schweinefleisch, von neuen Vornamen und neuen Nachnamen; sie lehrten es den Gebrauch des Rades (die Null kannte es schon); um ein Haar wäre es am Fieber krepiert. Und jeder Schlag hat es stärker gemacht. Wie das Gedicht, Amerika ist eine harte Narbe auf dem Körper.


La Hispaniola. Als sei es das allererste Land. Das ist. Als enthielte diese Erinnerung bereits alle Nächte Amerikas. Spur. Die Männer verrohen vom Rum, sage ich mir. Meine Großmutter betet mit dem Glas Wodka neben sich, beten heißt sich selbst belügen, sagt sie zu mir, aber es ist Balsam für die Seele. Wie destilliertes Falsch­gold. Geburt. Wie ein Schafott, dem man sich mit auf­ge­ris­se­nem Mund und der Gier nach schiffbrüchiger Nahrung ergibt. Spring auf den fahrenden Zug, sag ich mir. Jetzt also Ducati-Schuhe, Schmalspur-Casanovas wie cool, Goldkettchen um den Hals, feines Hemd, die Marke schnappt sich den Körper, brüllt „Herkunft“. Amerika geht unter, und keiner hat es gemerkt. Das andere Amerika hat ihm das Hirn ausgesaugt.


Gib mir ein Sandwich. Einen Slang, der die Stimmbänder meiner Sprache schmiert. Ein Trapez will ich. Zum Schweben. Koffein­gereizten Scharfsinn will ich. Zum Eintauchen in. Das andere Land. Ganze Gallonen. Abertausende Liter Blut. Wer sie waren und wer sie sind. Alle sitzen auf einem Seil. Abgrund. Aus den Sprachruinen anklingende Anmaßung. Da ist ein namenloser Land­strich. Auf dem Grund der Tasse, sagt mir eine Zigeunerin im Forestal-Park, ist ein Bild: Ein Mann denkt noch an seine Tochter. Bleib stehen, das andere Land und dieses männliche Profil, das verschwommen aus den Schatten tritt. Serbien war Deckung — Atlantik — ist nun See. Urbild vom See.


Eine Blume vom Grab. Verwaschenes Plastik, Erde. Grobnica—Paris. Zisternennacken aus Europas Saat für die Verwahrung der Überreste. Nebel und Kohle. Heu und Bagger, Treibgut. Tang, leuchtende Gesichterflut vor der Reibung. Die ganze Familie zer­splittert. Öl fürs Museum. Friedhof und Nische, vergrab sie im Nerv. Purpurbecken, Plantagen, wo Körper auf Körper gepfropft. Verätzung. Du gehst durch den Wald: viel Vertrauen auf den Lippen. Die Uniform rettet dich auch nicht. Dort, im Golf von Mexiko sirren die Vögel in Rätseln. Höhle oder Habichtskraut. Verschleiertes Meer, der Schlüssel zur Faltung. Die Wasser­ober­fläche erinnert an die Toten. — Sich auflösen in den Falten, in jeder einzelnen Falte der Mutter. Halten Sie die Luft an. Lunge. Atmen Sie tief durch. Haben Sie Schmerzen? An dieser Stelle, ja, genau da? Das ist festsitzende Angst. Das ist Amerika, der Kno­ten in jeder Kniekehle. Splitter, Blume gepflückt in Kalemegdan. Und an jeder Ecke das Bild eines Gartens, in dem die Stimmen blühen.


Die leeren Teller. Im Grunde ist der Ton ein Kraftfeld. Blau. Nicht Blau, sondern Provinz und Spur, wo — Eleonora vor unseren Au­gen verschwimmt. Himmel. Der Blick macht die Heimat. Es wei­tet sich in ihr gebärt schlägt über ihr zusammen ihr Land. Ame­ri­ka ist weder Orchidee noch Tier noch Verwandter. Die Stim­me der Großmutter war geschmeidig. Amerika flaniert zwi­schen Fron­ten. Verdreckt das Wasser. Keimt in der Scheiße. Mutter Ame­rika. Vater Amerika. Opfere etwas. Opfere der Pacha­mama ein Körperteil. Betrete dieses Land und durchbohre dir die Zunge. Die Steine predigen Gestalt und Übergang. Blinder Knoten zwi­schen Flüssen. Gebirgskette. Deine Haut — Atacama & Sono­ra, ist Konzentration, Kreiseln, Kartographie und Knoten. Jahr­hundert.

Aus dem Spanischen von Simone Reinhard