No hay nadie en el desván
lo sé
pues sobre nos pesa el techo de hormigón abrasante,
argentino soporte celeste,
desván, en verdad, no tenemos.
ha muchos entes
que prácticamente definen la ausencia
del desván.
de la casa.
del mundo.
por mi cuarto disípase el sonido llano y somnoliento
cual buhardilla invadida por lirones, pero,
ya lo dije,
no tengo desván.
nos quedamos sin ribera. férreos puntos
entregaron sus baluartes.
mañana responderé a las trescientas
llamadas telefónicas encoladas,
hace tiempo no he podido
restablecer la verbal cercanía.
por cuarta vez intento
ver Fitzcarraldo. allí aprendí la manera
de trasladar barcos a través de los montes
y que no es necesario ser vencedor
para sentirse mal,
más que eso,
los días lluviosos dicen
lo contrario.
Kinski, parece ser el mejor.
en roles con Jagger resalta el lenguaje quebrado.
no hay razón para el silencio
y nadie debe cargar la culpa:
no recibo correspondencia, los anuncios no me motivan
(el capital es la noctívaga
capa de la fragante
cabellera mundial)
el café, nunca calentado al punto,
como tampoco las informaciones, discos nuevos nunca suficientes
e insuficiente robo de los clásicos
es la gigantesca,
tibia charca de las angustias.
entes definidos por la ausencia, primordialmente, me asustan.
ejemplo, la soledad (con condiciones).
la religión (en su terrible ausencia del prójimo)
la muerte (sin condiciones) y todo
cuanto pudiera obtenerse de ello es apenas amor pasajero,
significado reducido a la lluvia,
gota
que físicamente desborda el vaso.
no hay nadie en el desván
nunca nadie
caminó por el desván.
no existe el desván y todo cuanto cuelga
sobre nuestras cabezas es el gigantesco péndulo celeste,
musical cuna, sábana
oscura del cielo
que me cobija cada noche mientras sueño.