Nancy Morejón
Ana Mendieta
Ana Mendieta
Ana era frágil como el relámpago en los cielos.
Era la muchacha más frágil de Manhattan,
iluminada siempre por las lluvias de otoño,
calcinada su historia en las más tristes celosías.
Desde un balcón, Ana abría las ventanas
para asomarse a ver la multitud pasar.
Eran siluetas como de arena y barro
caminando sobre sus pies. Eran siluetas
como un ejército de hormigas silenciosas,
dispersas en el viento perenne de Cuaresma
o en una madriguera de cristal.
Ana adoraba esas figuraciones
porque le trafan remembranzas
de cierto callejón del Sur, en el Vedado.
Ana, lanzada al vacío.
Ana nuestra de la desesperanza,
esculpida tú misma en el cemento hostil de Broadway.
Un desierto, como el desierto
que encontraste en los orfelinatos,
un desierto amarillo y gris te alcanza
y te sujeta por los aires.
Bajo el balcón de Ana, pasan los trenes apurados
como pasaba el agua por las acequias de otro tiempo
atravesando aquel pueblito extraño
de los álamos verdes y el farol encendido.
Sobre el balcón de Ana, de noble vocación habanera,
vuelan las mariposas tutelares,
vuelan las simples golondrinas que emigran
como es usual, como se sabe, como es costumbre,
a las vastas ciudades enardecidas de confort y de espanto.
Ana, una golondrina esta revoloteando sobre tu pelo negro
y el candor de ese vuelo presagiaba tu muerte
Ana
Una golondrina de arena y barro.
Ana
Una golondrina de agua.
Ana
Una golondrina de fuego.
Ana
Una golondrina y un jazmín.
Una golondrina que creó el más lento de los veranos.
Una golondrina que surca el cielo de Manhattan
hacia un Norte ficticio que no alcanzamos a vislumbrar,
o a imaginar, más al Norte aún de tantas vanas ilusiones.
Ana, frágil como esas crucecitas vivas
que anidan en la cúpula de algunas iglesias medievales.
Ana, lanzada a la intemperie de Iowa, otra vez.
Una llovizna negra cae sobre tu silueta.
Tus siluetas dormidas nos acunan
como diosas supremas de la desigualdad,
como diosas supremas de los nuevos peregrinos occidentales.
Ana sencilla. Ana vivaz.
Ana con su mano encantada de huérfana.
Ana durmiente. Ana orfebre.
Ana, frágil como una cáscara de huevo
esparcida sobre las raíces enormes de una ceiba cubana
de hojas oscuras, espesamente verdes.
Ana, lanzada al vacío.
Ana, como un papalote plancando
sobre los techos rojos de las casonas del Cerro antiguo.
Ana, qué colores tan radiantes veo
y cómo se parecen a ciertos cuadros de Chagall
que te gustaba perseguir por cualquier galería
de la Tierra.
Tus siluetas, adormecidas,
van empinando el papalote multicolor
que huye de Iowa bordeando los cipreses indígenas
y va a posarse sobre las nubes ciertas
de las montañas de Jaruco en cuya tierra húmeda
has vuelto a renacer envuelta en un musgo celeste
que domina la roca y las cuevas del lugar
que es tuyo como nunca.