Nancy Morejón
Domingo de resurrección
Domingo de resurrección
Domingo de resurrección.
Ella iba vestida con un trajecillo blanco
muy radiante.
Él iba ataviado con botas de goma,
simples botas de forastero,
un sobretodo monumental
y una bufanda rancia.
Los dos iban, en un pequeña carro
de marca japonesa, una tarde bonita de abril
que era un domingo de resurrección.
Él apenas recordaba la fecha.
Ella se la volvía a enseñar
y le pedía que la disfrutara
como quien ve
a un payaso devorando un pastel de fresas importadas.
Era una tarde de domingo, de Easter,
en pleno Central Park ¿que digo?,
en el Parque Central de Nueva York, en el Oeste,
y la avenida se llenaba de coches halados
por caballos colmados de arreos.
Hombres con fracs los motaban
da caras redondas
como las manzanas que él había visto brillar
en los fugaces mercados habilitados al azar
en cualquier suburbio del Downtown.
Los fracs
brillaban en la tarde.
Él hubiera querido subirla a un coche
y recorrer Riverside Drive entero
y mirar al río Hudson correr
mientras a él le latía el corazón
como la manzana roja que rueda callejón abajo.
Ella no comprendió el modo en que
a él se le iban los ojos hacia los coches
y los fracs.
Ella vió
una estatua de José Martí montado a un caballo
que se encabritó en el momento
en que lo esculpieron. Y le mostró
la estatua a él. Él sonrió, ladeó la cabeza
sobresaltada y puso las manos
sobre las ventanillas del automóvil
como para bajarse y entregarle
toda su nostalgia a Martí.
« Estamos locos », le dijo ella a él
y se abrazaron en un ánimo triste;
se abrazaron sabiendo que ella y él
estaban lejos uno del otro
y que podían dejar de ser nómadas sin tregua,
locos de amor únicamente perdonados
por la fuerza irresistible del aire frío.