Miguel Ángel Petrecca
Luz
Luz
Sos el árbitro caprichoso de tus debilidades
y no tenés nada que reprocharle a las estrellas.
Hace tiempo quedó atrás la época oscura
en que buscando congraciarte con un maestro
concluiste que el insulto y la indiferencia eran el mejor homenaje.
Cuando entendiste que estabas hablando con un muerto
ya era demasiado tarde. La suerte estaba echada.
La desesperación te alcanzó para inventar una excusa,
un viaje y la chance de esfumarte por un tiempo
de los lugares donde quizás se te extrañaría
como extrañan los habitués de un bar al mozo muerto.
¿O era cuestión de ofrecer la otra mejilla?
Frente a raras artesanías de sal que se deshacían entre tus dedos
hubieras querido hacer un comentario, levantar una ceja,
cualquier gesto capaz de concitar sino la simpatía,
al menos la curiosidad de un extraño,
y en cambio corriste asustado hacia la rambla,
entre arcadas que parecían a punto de derrumbarse,
tonos de ocre y amarillo que el tiempo y la humedad
mezclaban magistralmente en los muros de los conventos
cuyos habitantes desalojados a la fuerza décadas atrás
se habían llevado con ellos los manes del lugar.
Otros, en las afueras, habían enterrado tesoros o bombas,
a veces las dos cosas, y se habían tirado al mar.
Vagabas por la ciudad y a la noche soñabas con derrumbes,
con teléfonos pinchados, ídolos de bronce y personajes de opereta,
en los cuales no era difícil reconocer la imagen de un enemigo,
alguien que tal vez, tras la máscara de un oficio inofensivo,
de un puesto marginal en una estructura decadente,
había movido desde el principio los hilos de tu vida,
menos por ambición, en el fondo, que por aburrimiento.
¿Cuánto duró todo esto? ¿Saliste de ahí alguna vez?
Tantas veces, de niño, dijeron que tenías una estrella,
que terminaste por creértelo, y mirabas el cielo
con la arrogancia de los elegidos o los dementes.
Te había tocado una luz, pero mucho más humilde.
No reconocerla fue tu desgracia y tu salvación.