Armando Romero
La tía Chinca
La tía Chinca
A Antonio Zibara
Nunca hablé de mi tía Chinca por miedo a su silencio. Recuerdo esas largas
oleadas de humo que venían desde la última pieza, la que daba al patio, y que eran
producto de sus cigarros baratos. Ella los fumaba allí, en lo oscuro, como quien saluda al
infinito. No sé cómo era su voz porque nunca me dijo una palabra de rabia ni de cariño.
Tengo memoria sí de sus vestidos negros y de sus babuchas gastadas por un caminar de
no sé dónde. Nadie me dijo qué hacía mi tía Chinca los domingos o si tuvo amores
secretos, pasiones violentas, encuentros fortuitos. ¿Qué hacía mi tía Chinca sentada sola
en el patio? Cuando pasaba a mediodía por la sala, donde toda la familia se reunía a oír
las canciones de Pedro Infante, mi tía Chinca dejaba una estela de cenizas y escombros
como si lentamente se estuviera deshaciendo. Pero nadie lo notaba, o ¿era yo sólo el que descifraba las manchas que dejaba en el espacio? Dicen que murió pequeñita, como una
torcaza, y que con ella enterraron también su silencio.