Miguel Ángel Petrecca
R
R
En tu biografía, que no es sórdida ni escandalosa
pero sí larga y poblada y repleta de rincones
hay meses y años enteros que buscan resumirse
en la imagen de un perro lamiendo los pies
de un hombre que se ha dormido frente al fuego.
Otros, con la de alguien que chasquea dedos,
obstinadamente, como tratando de sacarle
una última chispa a un encendedor vacío.
Las plazas estaban repletas en un momento,
y te viste arengando a un grupo de vándalos
capaces de arrancar el pasto y revolear los caniches
de las damas que hacían ahí su paseo diario.
Al siguiente, tirabas una moneda al borde del río:
cara o ceca. Escuchabas silbar afuera y pensabas
que venían por vos, que llegaba por fin el día,
porque la gente se acuerda sólo de lo malo.
Te equivocabas: aun lo malo terminan por olvidarlo,
y así poco a poco volviste a caminar por la calle,
y dejaste de saltar ridículamente en tu asiento
cada vez que un niño cerca tuyo tiraba un chasquibum.
Te paseabas por la plaza vacía pensando en tus triunfos.
Y en una vida anterior a esa, en donde habías sido
el hijo mudo, el amigo afeminado, el estudiante ejemplar,
el que sale tarde de la biblioteca del pueblo y camina,
con un libro bajo el brazo, hasta la estación
para ver pasar el tren, el único tren del día.
Y luego, no, no fue una épica lo que te permitió
salir de ahí: seguiste la corriente, aprendiste un libreto,
aceptaste el rol que te asignaban y poco a poco,
uno por uno, subiste los escalones hasta llegar
donde otros más calificados a veces se frenaban
a causa del vértigo. La historia de cómo cruzaste el charco
es casi impersonal: viáticos generosos, murmullos entre bambalinas,
discursos entre avión y avión. Era la primavera:
en todo sentido. Pasar la noche al aire libre, al pie
de la barricada, enseñándole palabras de tu lengua bárbara
a una polaca sofisticada, no era ningún sacrificio,
sino apenas una confirmación más de cómo, en esos años,
la frontera entre el placer y la obligación se volvía a menudo difusa.