Jamila Medina Ríos
Hermosas patologías de cuello
Hermosas patologías de cuello
Para Nancy Petra
Un poema guardado en su cáscara/ en su vino
en su formol
en humor vítreo en un cuadrado
pequeño de parafina
encerrado a su vez en la máquina de los cortes.
Un poema guardado en una lámina
sobre la que otra lámina mucho más fina presiona
para aplanar las partículas coloreadas
y dejar ver al patólogo
por su astrolabio
la millonésima figura de una enfermedad
encerrada en un puntico del cuerpo
en un lunar en un tobillo en una úvula.
Una niña caminando por el laboratorio
llena de trenzas y lazos todavía
curiosa
entre olores y tintes
entre pomos con fetos y muestras
de cerebro y de hígado
—mintiendo
podría decir que aquellas fueron
mis primeras muñecas.
El paraíso de la infancia eran los tractos de un hospital
azulejos
fríos, blancos y verdes
por el que corría con las manos
acostumbradas al roce de ásperas telas
sábanas terminales
—de hospital.
El purgatorio era un cuartico donde no se podía entrar
por si los rayos x
por si la exposición a gases y venenos
o electrones malignos.
El vocabulario médico desgranado en los oídos
como una melodía nada trágica
melanoma—carcinoma—tumor—cáncer—metástasis—
apoptosis—célula.
El final del pasillo frente al laboratorio
conducía el sábado al taller de costura
una hangar enorme donde viejitas cansadas
zurcían y rezurcían pantalones de enfermo
batas para operadas y legradas
pañitos de cocina
sábanas y más sábanas de envolver a la muerte.
Detrás de las ventanas del laboratorio
huyendo
del agradable olor del cloroformo
una pared de piedras tapizada de moho
con manos de agua corriendo
a formar
las estalactitas y estalagmitas del aire
que conservaba a los médicos despiertos
(tomando té o tisanas)
y que mantenía los pedazos de zombis
en su lugar.
De niña yo recorría ese infierno de pasillos
escrutaba los olores de los libros
de la biblioteca
siempre vacía
atrapaba
los vocablos terr/mibles
con naturalidad.
Una vez
hurgando en la memoria
creí que mi primer encuentro con la eternidad
había sido un bosque petrificado
perdido en algún desierto del Cairo:
el descubrimiento de lo perdurable
enlazado a lo perecedero
maridado para siempre con la muerte y el árbol
—creía yo.
En cambio
creo que mi irrespeto por la muerte
mi trabajo con la muerte y con la enfermedad
como túmulo de olores, colores y sabo/eres
como sueño de escritura
proviene de aquellos días que hoy añoro
como al líquido amniótico.
En alguna mesa del laboratorio
sé que esa niña que fui está
apos(en)tada
con las rodillas dobladas/ y presas con ambos brazos
con la cabecita medio baja
espiando el mundo (el variopinto)
por la ranura entre las piernas
esperando que no la vean
para encerrarse en el cuarto de los cortes
y exponerse a los electrones malignos
antes de sentarse por fin
toda seria
y encender un microscopio
y separar ciertas brillantes láminas
heridos los dedos si se rompe alguna
oliéndoselos con intensidad
(marcada ya para siempre por esos olores
clínicos y violentos)
pícara
al acomodar la lámina bajo la lente y la luz
sujeta por unas pinzas
y jugar a los diagnósticos
imitar la voz de la madre
evitando el chirrido del entrisale de la puerta
movida por brazo mecánico
engolarla para decir:
“qué hígado
y mira qué linda hepatitis
qué estrellada qué romboidal anatomía
hermosas patologías de cuello… ”.
A veces en la noche
entro al laboratorio a encontrarme con esa niña.
Sé que está en algún lugar entre los frascos:
enfrascada
con las trenzas sueltas
flotando entre el formol
nunca gris, mas siempre coloreada.